Joaquinito Vaez

JOAQUINITO VAEZ

Hablemos de otra bruja de no menos ardid y aviesa condición: de Josefa Zarpazos, la trujillana… la empedernida transformadora de Joaquinito Váez.

Era éste un joven de humilde cuna, pero bello como un Antinó y con un aquél para las mujeres que no había moza en la patria de Pizarro que no suspirase de día y soñase de noche con Joaquinito.

Como el afortunado doncel tenía donde escoger, no se quedó corto y eligió para señora de sus pensamientos a una linda joven, hija de un señorón muy linajudo y muy adinerado. Mas si la chica enloqueció de contento al considerarse preferida de tan gallardo mozo, el padre, para quien la gallardía era lo que menos importaba, se dió a todos los diablos. Cuando se convenció de que su hija se empeñaba en que tijeretas habían de ser, encomendó a la Zarpazos la solución o, mejor dicho, la disolución de aquellos amoríos.

¿Y qué hizo la hechicera? Púsose de acuerdo con otra tal, tía del mancebo pero que posponía a sus lucros la voz de la sangre, y suministraron a éste un jarope con el que quedó aletargado una semana.

Despertó al cabo de los siete días, y al mirarse al espejo –(Joaquinito estaba, como Narciso, pegado de su figura)- quedó espantado de sí mismo. Todo su rostro, como el resto de su cuerpo, se había cubierto de un vello tan largo y espeso que más parecía un oso andando sobre las patas de atrás que una persona, y los carrillos le habían dado tanto de sí que le caían como dos bolsas hasta la cintura.

Huyendo de su propia deformidad, se refugió en una cueva existente junto a la fuente Alba, en un sitio denominado “los canchos de la Manguria” donde estuvo muchos años encantado.

Unos gitanos que lo vieron, al venir una vez a la célebre feria de Trujillo, dispararon contra él una escopeta, creyendo que fuese una bestia montaraz, y lo hirieron. Acudieron a cobrar la res y se encontraron con que era un ser humano en el que habían hecho blanco. Se hicieron cargo de su catadura, cobraron tal jindama, como personificación que eran de toda clase de supersticiones, que no pararon de correr en tres días con tres noches.

El embrujado amador se curó de la herida y hasta su muerte vivió largos años en su caverna, que es conocida por “la cueva de Joaquinito Váez”, mientras la Zarpazos seguía haciendo de las suyas y acreditándose más cada día a costa de la salud y la existencia de sus convecinos.

Fuente: Hurtado, P. (1989). Supersticiones Extremeñas. Anotaciones Psico- fisiológicas. Segunda edición. Huelva: Artero Hurtado. (pp. 87-88).