El Ermitaño y el Rayo

EL ERMITAÑO Y EL RAYO 

 En la falda de la Sierra más alta de Extremadura, Jálama, existió hace muchos  años  una  ermita,  la  ermita  de  San  Casiano. Oculta a la mirada del pasajero, por un frondoso bosque y rodeada de innumerables cuevas. Vivía en dicha ermita Martín, un buen anciano, que según contaban los que lo conocieron, perteneció a distinguida y rica familia cacereña.

Los padres de Martín tuvieron dos hijos, el nombrado y José. Martín y José eran genios muy opuestos. Mientras el carácter del primero era díscolo, atrevido, temerario, el de José se distinguía por su obediencia y sencillez.

Ocurrió un día que Martín, desoyendo los consejos de sus padres, propuso a su hermano que le acompañase a una cacería. José le advirtió, una y más veces que no era prudente tal propósito por desconocer ambos el manejo de las armas de fuego. No debió convencerse Martín cuando a la puesta del sol salieron los dos hermanos provistos de flamantes escopetas y otros efectos necesarios internándose en un espeso bosque.

Eligieron dos sitios de aguardo por donde según Martín, debían pasar algunos corzos. En actitud expectante estuvieron los dos hermanos poco más de media hora, cuando el ruido de pasos, hizo suponer a Martín que se acercaba alguna pieza. No se engañaba. Dos hermosos ciervos cruzaban a poca distancia de él. Martín montó precipitadamente la escopeta, sonó un disparo, y al poco rato se oyó un ¡Ay! lastimoso producido por una leñadora.La bala había atravesado un brazo de la pobre mujer, cuya presencia pasó inadvertida para Martín en el momento crítico del disparo.

Poco tiempo después, Martín prometía ante un cuadro de la Virgen una penitencia como expiación del delito que su imprudencia le hizo cometer. Han transcurrido cuarenta años desde los anteriores sucesos. Martín es ermitaño de San Casiano. Se mantiene de las limosnas que recoge en los pueblos inmediatos, si bien pasa plaza en algunos de poseer una inmensa fortuna.

Era una cruda tarde de invierno. Una imponente tormenta se formaba en el espacio. Martín postrado de rodillas, ante un crucifijo que pendía de las paredes de una cueva próxima a la ermita, fue a levantarse cuando cuatro manos hercúleas le sujetaron por el cuello. El ermitaño se incorporó como pudo y se encontró frente a frente a dos hombres que le dijeron: venimos por tu fortuna o por tu vida.

Mi fortuna, contestó el anciano, la tengo despreciada hace cuarenta años, y mi vida pertenece a Dios. No mientas, -dijo uno de aquellos hombres- venimos a por tu tesoro, y si nos lo niegas morirás sin remedio. Pasaron algunos segundos de silencio interrumpido por Martín que con sonrisa de mártir exclamó: Pues bien, señores, salid de esta cueva y os enseñaré el lugar donde guardo mi tesoro.

¿Conocéis el corpulento árbol llamado Matusalén, que hay al terminar el puente de los Gitanos? Sí, -dijeron los bandidos-. Pues meted la mano en el hueco que hay en dicho árbol y encontraréis el tesoro que tengo. Si nos engañas, -se atrevió a decir uno de aquellos hombres, -pagarás con tu vida.

Os juro que no, -replicó Martín. Los bandidos tomaron la dirección que el ermitaño les había dado. La tormenta continuaba cada vez más imponente. Los bandidos caminaban deprisa. Al llegar al puente, que les había indicado Martín, los truenos y relámpagos se sucedían con frecuencia.  La lluvia era torrencial.

Al siguiente día el ermitaño se dirigió al árbol Matusalén, estuche de su tesoro.

¡Gran sorpresa recibió el pobre viejo! Al pie del árbol había dos cadáveres carbonizados por una chispa eléctrica. Postróse de rodillas Martín, rezó por ellos, y metiendo después la mano por el hueco del árbol Matusalén, sacó un libro con forro de pergamino en cuyas pastas se leía: ‘Tesoro del Alma».

 

Fuente: Mapa de Cuentos y Leyendas de Extremadura y el Alentejo. (s. f.). El ermitaño y el rayo. Recuperado de http://alcazaba.unex.es/~emarnun/btca/sierraga.htm#rayo