El Conde de Belalcázar
EL CONDE DE BALALCÁZAR
Una tarde haciendo una batería el conde descubrió un ciervo o jabalí fugitivo, que temeroso de su amenazado riesgo buscaba su seguridad en la velocidad de sus plantas.
Siguió empeñado el conde, y sin atender a apartarse de sus criados, sin prevenir riesgos ni recelarse peligros, trepando montes, saltando breñas y corriendo valles, buscaba ansioso a la fiera. Llegó ya la noche y se halló perdido en un páramo , en soledad, como nunca hasta esta ocasión había estado.
Perdida la esperanza de la presa y viéndose solo en tan inculto desierto, empezaron sus cuidados y aflicciones, que, estas son comúnmente el logro de las diversiones mundanas, que empezando en gusto acaban en dolores, sentimientos y llantos. Consideraba el yerro de su desvío, el cuidado preciso de sus criados, la imposibilidad de buscarlos sin saber el sitio en que se hallaba. No ayudaba mucho la oscuridad de la noche, y otras consideraciones que le acometían y zozobraban, y como fuertes cordeles apretaban las vueltas en el potro de su discurso, sus temores, sus recelos y cuidados.
Para resolverse con acierto y descansar algo de sus fatigas, dejó el caballo y se recostó sobre un duro peñasco, que muchas veces eligen los hombres para satisfacer sus pecados. Después de varios discursos, decidió buscar las casas de su coto atropellando riesgos, pues era mayor aquel en que se hallaba; asustándole las horrorosas sombras de la noche, más y más cada instante…
Iba a ejecutar su resolución el conde, y de repente se conmovió y estremeció ruidosamente la tierra. Se halló circundado de un volcán de fuego, tan activo y voraz, que parecía que quería su furia reducir a pavesas los montes, y consumirlos y tragarlos. Las luces de sus flamas las hacía más formidables un denso y negro humo con olor de pestilente azufre. Reforzaba este juicio al oír juntamente lamentables gemidos, fortísimos suspiros, inconsolables llantos y pavorosas voces como de condenados, que con crujidos de dientes y dolorosas lágrimas blasfemaban de Dios. Se quejaban de su bondad y se sentían mal de su justicia; maldecían a sus padres, al día en que habían sido concebidos y nacidos, para verse en tan irreparable desdicha. Se quejaban de sí mismos, del tiempo perdido y malgastado, y de su ingrata correspondencia a Dios, a sus inspiraciones y beneficios; siendo cuanto veía y oía un retrato del infierno al vivo representado. Entre la suspensión pavorosa, de este horrible espectáculo, bajó una clara voz del cielo que le dijo: «El que no renuncia a las cosas que posee, no puede ser mi discípulo», y desapareció la visión.
Poco después, también de caza por el bosque de “Zixara”, junto a Herrera del Duque, fue sorprendido por una tempestad y buscando refugio, se separó de los monteros. Un enorme rayo abrazó una gran cantidad de terreno, quedando intacto el sitio que ocupaban él y su caballo. Al día siguiente profesó en Guadalupe, tomando el nombre de Fray Juan de la Puebla de Alcocer y llegando a ser el fundador de las Santa Provincia de los Ángeles, de la Orden Franciscana.
Fuente: Domínguez Moreno, J. M. (2008). Animales guías en Extremadura (II) I. Revista de Folklore, 28b, nº 331, pp. 3-17. Recuperado de http://www.funjdiaz.net/folklore/07ficha.php?id=2499